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el colador

De gordura, gimnasia y utopías

 

 

 

 

… suelo pensar que la utopía está en el horizonte y entonces si yo ando diez pasos la utopía se aleja diez pasos, y si yo ando veinte pasos la utopía se coloca veinte pasos más allá; por mucho que yo camine nunca, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, para caminar.

 Fernando Birri, citado por Eduardo Galeano

http://emboscados.blogspot.com/2007/03/utopas-para-caminar.html

 

 

 La tercera edad viene con reflexiones.

A la hora de ponerme las zapatillas y salir a caminar  (para bajar el colesterol y el trozo de torta ingerido), me da fiaca. Entonces, me recuesto a pensar en mi último gran proyecto: volver a  viajar al exterior.

-¿Vamos? –pregunta mi marido, en zapatillas y jogging.

-Bueno… antes querría comentarte algo –le explico-. Me cuesta entender cómo una mujer entusiasta como yo, que ahora, por ejemplo, acabo de poner en movimiento la idea de un nuevo viaje y estoy animadísima con eso, siento, a la vez, tanta resistencia a salir a caminar, a hacer actividad física, cuando comprendo que a nuestra edad es necesaria y beneficiosa.

Él ni siquiera piensa la respuesta:

-¡Ah, eso es muy fácil de explicar!  Sucede porque vos sos líder.

-¿Qué!

- Sí: vos sos líder. Lo sabés. ¿Cuántas veces me has contado de tu liderazgo en la escuela secundaria, en tus actividades de gestión institucional? ¿Cuántas veces me hablaste de tu personalidad de sagitariana pasional, altos ideales y espíritu justiciero?

- Y eso, ¿qué tiene que ver con mi fiaca para las actividades físicas?

- Mirá… Si yo te pidiera que imaginaras rápidamente a San Martín, vos ¿cómo lo verías?

- ¡Montado en su caballo blanco, al frente de las tropas y apuntando hacia los Andes!

- ¡Viste? –sonrió mi marido- Ahí tenés la clave: ya sabés por qué te da fiaca salir a caminar.

-¿Qué! ¡No te entiendo!

- Bueno –condescendió mi marido- Pensá: ¿por casualidad se te hubiese ocurrido imaginar a San Martín haciendo abdominales en calzones y camiseta, con todos sus soldados?

-¿Qué decís? ¡Ni en pedo! San Martín es… ¡San Martín! ¡Con su caballo blanco, la cordillera y todo el ejército detrás!

-Sí, para la mayoría de las representaciones ese es San Martín. Pero también lo hemos visto retratado de joven y de anciano, sentado alrededor de una mesa con su estado mayor, con Merceditas sobre sus rodillas, junto a su esposa Remedios, recibiendo la bandera del ejército de los Andes de manos de las damas mendocinas…  Cada uno proyecta su propia condición en la imagen que elige primero y espontáneamente para representarlo. Y vos fuiste directamente a la del Gran Capitán, el Gran Libertador, El Líder y además reconocés que jamás lo habrías imaginado en escenas más sencillas y cotidianas.

-Bueno… ¿Esto qué es? – interrumpo muy fastidiada- ¡Un test auspiciado por Nike para una revista femenina tonta?

-No, querida: esta sos vos, con tu liderazgo de siempre a cuestas – responde mi marido con la serenidad de quien se la sabe lunga, lunga-. La que organizaba las rateadas en la escuela o los paros en contra de los problemas de funcionamiento que había, sin que te pescaran fácilmente. La que eligió la docencia para llegar a ministra de educación y cambiar el mundo. La que cada vez que organiza un viaje por poco termina poniendo una agencia de asesoramiento para el resto de sus amigos. La que siempre encara la vida cotidiana como un conjunto de grandes causas: cocinar porque vienen los hijos es consultar y consultar recetas para luego concretar las mayores exquisiteces; hacer un regalito es recorrer vidrieras hasta el agotamiento y comprar algo que siempre cae muy bien; cuidar las plantas demanda estudiar jardinería y mantener el balcón como si fuera un jardín botánico… ¿De dónde, me querés decir, vas a sacar vos tiempo y ganas para esas pequeñeces como hacer gimnasia o salir a caminar?  ¡Vos querés cruzar los Andes y no darle la vuelta del perro a la plaza del barrio todos los días!

...

-Bueno… pero… ¿igual me querés?

-¡Por supuesto! ¡Claro que sí! ¡Te amo! –sonríe ampliamente mi marido, mientras yo siento que el amor por él me desborda tanto que casi, casi, baja desde las montañas nevadas hasta nuestra casa. ¿Cómo no te voy a querer si, entre muchas otras cosas, sos capaz de caminar la vida cotidiana como si fuera un seguimiento de utopías?

Sí, decididamente el amor por mi marido no solo ha llegado hasta nuestro hogar sino que inunda las calles de los alrededores, en cuyo horizonte se dibuja, perfecta, mi propia figura con diez kilos menos. Entrecierro los ojos para disfrutar de la visión…

-Bueno… pero ahora ¡dale, gordita! ¡Levantate y vamos a caminar, que si no, después te quejás por haber comido la torta y que el pantalón no te cierra!

 Mi marido sale corriendo, entre carcajadas y los almohadonazos que le tiro, mientras el General San Martín se asoma en camiseta… y me guiña el ojo.

Marisa

 

Privado, público y conmovedor

 

 

El 7/10/11 en el programa “Tiene la palabra” -canal Todo Noticias de TV, conducido por Luis del Cerro y Lorena Maciel, con un panel de periodistas y público presente- el invitado era Miguel Ángel Estrella.

Hacía tiempo que solo me enteraba de él por noticias gráficas, que no lo veía ni escuchaba.

Su presencia renovó la impresión que siempre me provoca este artista: esa profunda serenidad en la que se conjugan sus raíces telúricas tucumanas, la ascendencia árabe, la influencia de los valores israelíes en su formación humanitaria y artística, la profunda fe religiosa cristiana y el pensamiento doctrinario de justicia social del peronismo. Más el placer de escuchar su discurso tan claro, en el que cada palabra es la justa, y bella es la justicia de todo el relato.

Hubo un aspecto, un preciso aspecto de esa entrevista: aquel durante el cual Estrella se refirió a Marta, su esposa durante quince años y fallecida de cáncer, en París, en 1975.

Los sentimientos extremos y avasallantes constituyen el núcleo íntimo del ámbito de vida más privado de un ser humano. Podemos decir que amamos (u odiamos) mucho, con desesperación, con locura. Comentar los síntomas que ese estado nos produce (insomnio, angustia, alegría, ganas de llorar o de reír por cualquier cosa), pero ninguno de nuestros confidentes o interlocutores podrá acceder jamás a la dimensión que adquiere ese sentimiento en nosotros ni a qué sucede en nuestro interior cuando lo experimentamos. Es pura subjetividad.

Justamente, la música se caracteriza por estar en consonancia directa con esos núcleos de emotividad, tanto en quienes interpretan como en quienes escuchan, y expresarlos, sin palabras.

En este caso, Estrella, sin levantar siquiera el delicadísimo velo de lo íntimo, pudo decirlo y mostrarlo como lo siente y lo ha sentido toda su vida.

Contó cómo conoció a Marta en un colectivo y se enamoró de solo verla, para siempre. El trascurrir de la relación. La vida en París. Los hijos. La enfermedad implacable. El apoyo y la solidaridad de quienes los querían y acompañaban en esos momentos. Explicó que cree en la teoría del reencuentro porque un amor mutuo como ese no puede quedar en suspenso para siempre. Que seguramente lo van a retomar cuando, en el futuro, vuelvan a encontrarse. Contó cuántos años tardó en poder volver a estar con una mujer y por qué no volvió a casarse nunca más.

Finalmente, coronó el relato: reiteró que el sentimiento mutuo era tal que ellos hasta hicieron el amor la misma noche en que Marta, después, murió.

Así, mientras el artista se despedía con su sonrisa serena, quedaban en suspenso en el estudio ciertos tenues sonidos como notas perdidas jugando en la cúpula de una sala de conciertos, como suspiros aleteando suavemente, como si el duende del amor hubiese desplegado silenciosamente sus velos y sus brillos para envolver la escena y resguardarla delicadamente, para siempre.

Marisa

 

Privado, público y jocoso

 

 

 

El 30-9-11 la bailarina y vedette Cinthia Fernández, mientras realizaba una strep dance en el programa Showmacht de Marcelo Tinelli, se sacó la bombachita de la bikini y quedó “sin querer” con su genitalidad al aire. Enseguida, ella se puso la prendita mientras seguía saludando y contoneándose muy contenta, y listo el pollo (o la gallina pelada en este caso).

El suceso provocó un revuelo en cadena nacional de radio y TV, en la gráfica y en cadena internacional por internet. Todos los programas llamaban a Cinthia mientras repetían las grabaciones del hecho hasta el hartazgo, y la visión fugaz de su vagina pasaba a ser la imagen más reconocida en el mundo y sus alrededores, superando a la primera pisada del hombre en la Luna.

Los periodistas le preguntaban cómo había sucedido eso y si no había sido a propósito. Cinthia se mostraba encantada con semejante exposición, muy risueña y haciendo gala de una caradurez simpatiquísima. Explicaba que, en verdad, lo hizo sin darse cuenta porque -palabras más palabras menos- estaba en pedo: durante el baile le había caído vino en los ojos y estaba totalmente mareada. Insistía en que había sido “un accidente de esos normales que ocurren al bailar, como cuando se te sale una teta afuera por ejemplo”. Por fin, para ratificar sus dichos comentó muy suelta de cuerpo (valga literalmente la metáfora) que hace pocos días salió en la revista PlayBoy y que, aunque le ofrecieron la guita que quería por hacerlo totalmente en bolas, ella NO aceptó porque le daba “cosita”. Bueno... por ende… ¡ahora no iba a ser tan tonta de mostrar la vagina gratis!

 Allá por 1986, en el programa de TV “Cordialmente” conducido por Juan Carlos Mareco, los invitados eran Jorge Don y el Polaco Goyeneche. Súbita e imprevistamente, el bailarín le encajó un beso en la boca al Polaco, y luego intentó justificarse con gran torpeza diciendo que su admiración por el cantor era tal que sentía como si lo amara. Los medios ardieron, otra vez en cadena nacional. Jorge Don entró en una crisis depresiva y se atrincheró dentro de su casa negándose a toda declaración. El Polaco, por su parte, intentó desdramatizar muy caballerosamente diciendo que a él no le había llamado la atención lo sucedido porque en el ambiente de tango los tangueros suelen besarse por costumbre. No sirvió de nada. Parecía que el pobre Jorge Don iba a terminar calcinado en la hoguera. Tampoco sirvió de mucho que Enrique Pinti dijese que lo que estaba sucediendo era una vergüenza absoluta y que en el fondo no éramos más que la Gran Aldea Colonial, prejuiciosa, pacata y mediocre.

 Hoy, el mismo Pinti, refiriéndose al suceso nacional “Cinthia, su bombacha voladora y su vagina pública”, manifiesta declaraciones semejantes a las de entonces, deplorando lo sucedido y su trascendencia mediática, en tanto expresión de la mentalidad descontrolada y mediocre de la TV actual.

 Querido Enrique: ¡No es la TV! ¡Tampoco es la economía! ¡Sigue siendo la Gran Aldea Colonial que cada vez más vertiginosamente avanza hacia atrás, al ritmo de canciones como “Cuidado con la bomba chita”!

 Hoy, la genitalidad pública de Cinthia ya ha sido reemplazada por el casamiento de la duquesa de Alba y los primeros planos de su rostro de simio deformado por las cirugías. Así que habrá que esperar a mañana, a ver cómo contraataca Cinthia. Ella declaró hace pocos años que se había internado en un gimansio y que no iba a parar hasta que el culo le saliera de la garganta (una metáfora a lo Cinthia, claro). Hoy, dueña de un cuerpo menudo, armonioso, de trasero perfecto, adonde solo desentonan sus lolas gigantescas (la TV manda), dice que está luchando por recuperar su inversión con los mayores dividendos posibles y en el corto plazo que impone la biología.

No obstante, es innegable que esta bailarina tan joven y desenfadadamente graciosa, es mucho más agradable de ver que la anciana duquesa-sapo disfrazada de novia y bailando en patas… aunque las dos actúen con la misma descarada e impune desfachatez.

                                                                                                                           Marisa

 

Prefiero las cataratas del Iguazú

 

 

 

 

Estoy acostada en la camilla del quirófano, plenamente consciente.

El cirujano y su equipo se preparan para la intervención.

Ayudante 1 (A1): -Bueno, a ver si terminamos rápido con esta, que bastante tiempo nos hizo perder ya.

Ayudante 2 (A2): -Pero nosotros sabemos que esto nos pasa por meternos con esta clase de gente…

Médico Cirujano (MC): -¡Basta! Esta mano vino así y hay que jugarla como viene. Ya sabemos: las prepagas tienen todo tipo de niveles sociales entre sus afiliados y tenemos que remarla con esa realidad.

Auxiliar Quirúrgica (AQ): -Es cierto. Pero a veces, es como remar en petróleo.

Cardiólogo (C): -Bueno, ¡vamos a trabajar!

 

Los cinco entran en el quirófano desplegando sonrisas, y me saludan animadamente por mi nombre de pila mientras me rodean. El cardiólogo se mantiene algo alejado. Desde allí observará toda la intervención con el monitor.

El Ayudante 1 comienza a explicarme, paso a paso, lo que el cirujano hace.

-Ahora te colocaremos un aparato que te va a impedir pestañar. Como en “La naranja mecánica”, je, je... ¿te acordás? Y luego, el doctor te pone unas gotas anestésicas…

A 2: -Pocas, claro. No vamos a desperdiciar producto en vos. Si te duele un poco, te la bancás.

AQ: -Ahora, encenderemos gradualmente la luz necesaria como para que el doctor pueda operar con seguridad. Si evaluamos que usted la soporta, procedemos a intervenir. Si no, tal como le explicamos en el documento que usted firmó de conformidad ¿se acuerda?, tendremos que colocarle una inyección anestésica…

A1: -¡Sí! ¡El documento! ¿Te acordás que dice que unos de los riesgos posibles es que con esta inyección te perforemos el ojo? Nunca nos ha pasado eso… hasta ahora. Claro, siempre operamos a gente que confió en nosotros sin reparos. Así, la motivación del equipo es otra…

MC: -Muy bien, querida. Tranquila. Ya le aplico la inyección. ¡Listo! La felicito. Siga así, relajada, que esto será muy breve.

 

 Me sorprende ver las manos del doctor moviéndose sobre mi ojo, que me haya puesto una inyección, oír el suave murmullo como de raspajes y maniobras delicadas de instrumental, pero no sentir dolor. También me asombra poder conservar la calma a pesar de la actitud agresiva de los ayudantes sin que el cirujano les llame la atención. Yo temía que algo así pudiese ocurrir, paro jamás me atreví a imaginar semejante hostilidad. Al fin y al cabo, estoy muy condicionada a pensar que son médicos, profesionales del cuidado de la salud preocupados por el paciente.

 

AQ: -Bueno, todo se está desarrollando muy bien. Ahora no se asuste: se va a quedar a oscuras, pero solo por unos segundos. Repito: no se asuste. No es ceguera, sino falta de visión instantánea.

 

Todo se pone brutalmente negro. No veo. Siento muchas ganas de llorar y aprieto la mano de alguien que está a mi lado.

 

A2: -¡Ah, no! ¡Nada de llorar ahora! ¡Solo falta que nos embarres la cancha y se demore la operación! ¡Y soltame la mano, que no me gusta sentir tu transpiración!

M: -Vamos, querida, no afloje ni se asuste que ya le dijimos que esto es instantáneo. Ya mismo le coloco la lente.

A2: -¡Je, je! ¡Eso! La lente…  Merecerías que te colocáramos un cacho de vidrio en el ojo, total, estamos cubiertos por todos los costados con el informativo de calamidades que te pueden suceder en la operación. Decí que tenés suerte, que al fin y al cabo… ¡somos médicos!

A1: -Bueno, llegó el momento de la verdad, de la luz, en todo el sentido de la metáfora. Ahora vamos a ver si tanto joder te sirvió para algo.

 

¡Veo! ¡Súbitamente, veo! Se me cierra la garganta, siento desesperación por llorar a los gritos, y el esfuerzo por contenerme me produce más ahogo aún.

 

AQ: -¡Bravo! Siga portándose así de bien, que ya casi terminamos exitosamente.

A1: -¡Exitosamente para esta poligrilla querrás decir! ¡Debería besarnos los pies para agradecernos!

A2 (dirigiéndose a mí): - ¡Hay que ser miserable! Como si no supieras. Como si a tu edad y con tanta experiencia como paciente en tu haber, no conocieras cómo son estas cosas, cómo funcionan.

MC: -Bueno, querida, ¡ya está! Hemos terminado muy bien. Descanse unos minutitos que luego la vamos a ayudar a sentarse, lentamente.

AQ: -Voy a avisarle a su marido que todo ha salido perfectamente.

A1: -¿A ese turro le vas a avisar? ¿A ese que vino con su mejor cara de pelotudo a decirnos que iba a comunicarle a la prepaga el problema?

AQ: -Su marido está muy contento y la espera afuera.

MC: -Ahora, tome mi mano y se va a ir sentando muy lentamente.

 

Me siento. Sigo viendo con bastante claridad. Me parece que tuviera granitos de arena en el ojo, ganas de rascarlo aunque sé que no debo hacerlo. Creo que se oyen los latidos de mi corazón. Siento alivio, regocijo, me esfuerzo por no llorar. El médico termina de cubrir el ojo con una protección. Me da las últimas instrucciones. El cardiólogo se acerca. Me despide cordialmente, igual que el cirujano y la auxiliar quirúrgica. Los asistentes ya se retiraron sin siquiera saludarme, cosa que agradezco, porque haber fingido cortesía después de sus agresiones me hubiese costado demasiado.

 

Con mi marido nos abrazamos emocionados. Le pregunto:

-¿Hace mucho que salieron los ayudantes del médico del quirófano?

Mi marido: -¿Qué auxiliares? En la sala de operaciones solo estuvieron el cardiólogo, el cirujano y su secretaria, la jodida esa que nos puso tantos obstáculos porque conseguimos la lente por nuestra cuenta, con factura, garantía y a la mitad del precio que pretendían cobrarnos ellos en negro. ¡Y encima se chivó cuando le dije que yo iba a comentar el tema en la prepaga! ¡Nos despreció como a unos pobretones pero bien que se la tuvo que comer, manga de chorros! Pero, vos… ¿por qué ayudantes me preguntás?

 

 

Plenitud, divino tesoro

 

 

 

¡Bravo!  Atrás quedaron los calores, sofocones, irregularidades cíclicas del cuerpo y del (mal) humor. Ingresé en La tercera edad, eufemismo por vejez que actualmente -en Méjico y otros países latinoamericanos- se denomina Adultos en plenitud, otro eufemismo más deprimente, si cabe. Lo hice acompañada de unas cuentas arrugas, varios kilos de más y el desmoronamiento silencioso pero notorio de absolutamente todo lo que en mi cuerpo tenía –hasta no hace mucho- altura, forma y solidez.

 ¡Adulta en plenitud! ¡Ja! Es de veras del orden de la plenitud escuchar que los médicos repitan: “Porque a su edad, señora...”, “Teniendo en cuenta su edad, mi querida...”, “Es habitual que en las personas de su edad, mi estimada...”.  Sí, de la plenitud... ¡de los ovarios! Que estarán secos, marchitos y arrugados, pero no han perdido la sensibilidad ni el orgullo propios del género ni la capacidad para inflarse ante estas groseras faltas de tacto.

 La presión cultural es tanta que, cuando sorpresivamente “un adulto en plenitud” me dice un piropo... lo besaría, mientras sonrío de oreja a oreja.

¿Cómo no retribuir ese gesto cuando, simultáneamente, los jovencitos de veinte años me ofrecen el asiento en el colectivo?  La primera vez, miré para atrás a ver a quién se dirigían; ahora ya voy por la segunda y no caben dudas: es a mí. ¡Son los mismos chicos y chicas que, hasta ayer nomás, me tuteaban cuando entraba a comprar en cualquier negocio!

 ¡Pero todo esto no es nada, comparado con lo que ha tenido la osadía de hacerme mi marido!  Mi compañero, mi amigo, mi compinche, mi novio… Flores, regalitos, sorpresas, mini lunas de miel, escenas románticas, complicidades... Bueno… ¡Ese hombre me ha hecho abuela!

Su hijo y su nuera, confabulados sexualmente, han traído al mundo a un niño.

 El bebé... Si no fuera mi nieto político o postizo o “del corazón” -otro eufemismo tan deprimente como edulcorado-, podría considerarse como un niñito enternecedor, bonito, cachetudo y vivaz que cuando sonríe puede casi con cualquiera.

Con cualquiera... que no esté dispuesta a sentirse plenamente metida en la adulta vejez ¡como si todavía no hubiese ganas de hacer tantas cosas en esta vida, independientes y hasta casi incompatibles con tener nietos!

 ¡Pensar que, con respecto a mi propio hijo, invertí años de diván para acompañar su crecimiento! Y ahora… ¡Es otro que también colabora entusiastamente con mi plenitud adulta! Primero, malabarismos para concurrir a las reuniones y actos del jardín con riesgo de que me despidieran del trabajo por llegar tarde. Su niñez, su adolescencia ¡y su insoportable edad del pavo! La universidad. Se recibió en tiempo y forma, pero antes de tener el diploma… me hizo suegra. ¡Como si no le bastara con haberme hecho envejecer en la medida de su crecimiento!

 Mi nuera. Hermosa, carita de óvalo perfecto, ojazos, ternura, inteligencia... Le sobran motivos para ser el orgullo de sus padres, pero de ahí a convertirme en suegra y someterme al riesgo de hacerme abuela algún día... ¡hay una gran diferencia que ni su sonrisa dulce subsana!

 En verdad… la abuelez, el crecimiento independiente de los hijos y la oferta de asiento en el colectivo, serían bastante menos truculentos si yo pudiera –igual que Nacha Guevara- pasearme desnuda por mi casa luciendo una cara y un cuerpo de 30 años bien llevados, en vez de las arrugas, rollitos y celulitis que me ha regalado mi condición de veterana (¡perdón, perdón! ¡de adulta en plenitud!) de la época en la que no se usaba la cirugía estética con la misma cómoda asiduidad que las ojotas. Y de una condición social que no me permite –como a Nacha Guevara- invertir más en el cuidado de la estética que en el supermercado y la farmacia de todo el año.

 ¡Mi dios! ¡Qué hacer con todo esto? ¡Qué hacer?

¿Y la culpa? La culpa por el tiempo que siento perdido e irrecuperable. Por la ambivalencia ante mi nietito, hijo, nuera y marido. Por estas ganas de generar proyectos y actividades como si tuviera toda la vida por delante.

Además… No se trata de “una organización de tiempos”. Cualquier mujer medianamente ordenada sabe y puede ser esposa, madre, abuela, amiga, atender la casa y, a la vez, ocuparse de las actividades que le interesan, a pesar del cansancio.

Acá, de lo que se trata es de “una cuestión de tiempo”. De tiempo que pasó y se fue sin que siquiera pudiese darme cuenta de cómo. De tiempo que quisiera tener para hacer otras tantas, tantísimas cosas que están pendientes. De tiempo que me sobra en edad y me falta en posibilidades de realización de proyectos, de estética, de aventuras…  ¡De tiempo que me parece que ya no voy a seguir perdiendo en quejarme, y voy a invertir en mi clase de yoga y meditación!

 ¡Ahhh!  ¡A propósito! ¡El profe de yoga tiene 38 años y está buenísimo! Vamos a ver si mientras practicamos “el arado” logra aliviar estos karmas, y me da la serenidad que necesito para aceptar… ¡aquello con que la vida nos sorprende, a cualquier edad!

 

 

El Hombre Triturador de Mujeres - Para conmemorar el Día de la Mujer

 

 

Texto inspirado y adaptación libre de "Las trituradoras de hombres", de Pablo Casau, publlicado en Igooh, Sección Humor, 22/2/11

 

 

He aquí algunos rasgos para reconocer a un Hombre Triturador de Mujeres

 

- El hogar debe lucir siempre impecable, limpio, ordenado lo mismo que la vestimenta -especialmente la del marido-. Y todas las tareas para ello quedan exclusivamente a cargo de la mujer

 - Solo permite que se consuman comidas caseras, realizadas por la mujer bajo la supervisión directa de su suegra, para que aprenda a lograr los mismos sabores que el marido disfrutaba en su casa de soltero.  

- Le prohíbe a su mujer visitar a su familia y a todas sus amistades.

- Las únicas visitas permitidas son las de la familia de él

- Se opone a cualquier sana iniciativa de su mujer, tal como mirar vidrieras, ir de compras o a tomar el té con sus amigas, estudiar, cantar, bailar, hacer yoga y/o ir al gym.  Si considera que su mujer se ha portado mal, porque ha desobedecido y ha intentado realizar estas prácticas, le suspende la extensión de la tarjeta de crédito hasta nuevo aviso. Si considera que se ha portado bien, la autoriza a practicar yoga o gimnasia en su casa, sola o, a lo sumo, siguiendo las clases que se ofrecen por la TV. Y sin que esta actividad interfiera con la realización de las tareas hogareñas.

-Dispone de un GPS y de control directo del celular de su mujer, para saber a toda hora adónde está, qué hace, y qué y con quiénes conversa.

- En del hogar, el marido tiene sexo con su mujer solamente cuando él lo decide. Fuera del hogar, con quién quiere y elige, y cuando se le canta.

- Le prohíbe a su mujer cualquier otra respuesta que no sea: "Sí querido".

- Fija horarios para comer, dormir e ir al baño. Cuando él está en casa, no hay horarios disponibles para mirar libremente la TV fuera de los que él acapara completamente para ver, sobre todo, fútbol. Cuando no está, el TV queda trabado con llave, excepto para que a su mujer vea "Utilísima" para aprender repostería y actividades útiles para el hogar. 

- Aprueba la ropa que debe comprarse su mujer, y le dice cuál usar en cada ocasión. Por supuesto, esto excluye absolutamente los escotes, minifaldas, shorts y remeras ajustadas. Y se adapta a la edad juvenilmadura de la cónyuge.

- Elige los regalos para su esposa con criterio práctico y eficiente.

- Le prohíbe divorciarse.

- Le prohíbe deprimirse, suicidarse, y por sobre todas, las cosas, llorar y suspirar.

- La religión no puede ser practicada. Nada de salir para ir a misa ni a celebrar otros ritos con extraños ni a confesarle a nadie lo que pasa en el hogar.

- Fija los lugares de veraneo, elige el alojamiento, determina la duración de las vacaciones y maneja el presupuesto para las mismas, día a día y detalle por detalle. Si es playa, para su mujer: malla enteriza y pareo que cubra hasta los tobillos o atuendo similar.

- Si a ella la echan del trabajo, primero se encarga de señalarle que ella tiene la culpa del despido (cualesquiera sean las circunstancias del mismo). Luego, mientras la mujer siga ocupándose de todas las tareas de la casa como de costumbre, deberá conseguir otra actividad rentada rápidamente, bajo amenaza de suspensión de la tarjeta de crédito y drástico corte de todos los gastos relativos a las necesidades de ella: no más desodorante, ni dentífrico, ni papel higiénico…

- Este marido pone todo el patrimonio familiar a su nombre y administra el dinero que ingresa en el hogar, incluyendo el sueldo que gana su mujer.

- Es probable que los ancestros del susodicho fueran tratantes de blancas, quinieleros y cafishios.

 

Amigo lector: si usted padece de dos o más de estos síntomas y no está dispuesto a superarlos... bueno... además del celular de su mujer debería confiscar y controlar todas las tijeras de su casa... y dejar de tensar la cuerda... ¿O acaso no se acuerda de Lorena Bobbit?

 Amiga lectora: si su cónyuge presenta dos o más de estos síntomas, búsquese otro que la trate como usted merece (si es menor que usted, ¡disfrútelo y salde placeres atrasados!),  pero antes, a su marido… ¡déjele hirviendo, en la olla, el conejo!

  

Queridas mujeres, amigas, compañeras, colegas, congéneres, y queridos hombres que las merecen y son merecedores de ellas: Elegí el humor para aliviar el tratamiento del tema y, así, facilitar la serena reflexión y la toma adecuada de decisiones acordes con lo que todas y todos, en tanto seres humanos, tenemos derecho a disfrutar. ¡Que podamos transitar un Feliz Día, todos los días! Sonrisa

Muy afectuosamente.                                        

Marisa

 

 

 

Escenas cotidianas. Anginas

 

 

 

Escenas de todos los días, pinceladas, frescos de situaciones que ocurren, vienen y van en el placer de la convivencia hogareña y social.

 

 

-¿Tiene anginas? ¿De veras? –le pregunta Elisa, incrédula, al médico, refiriéndose a Diego, su hijo de veinticuatro años. Y dice para sí, sorprendida: ¿Cuántos años hace que Diego no ha vuelto a tener anginas? 

 


 

 Elisa era como un río profundo e inquieto, en constante crecimiento. Héctor, su marido, era como agua de pozo. Decía que solo anhelaba pasar sus días “mateando debajo de una parra”, metáfora curiosa para semejante bicho urbano de cultura tanguera y escolazo entre amigos, y que en vez de mate portaba siempre en las manos el control remoto de la TV.

La relación se resquebrajó lentamente.

Ya no había diálogo, sino discusiones.

El buen sexo que los uniera se volvió mecánico y menos que ocasional.

Y Diego, el hijo de cuatro años, acusaba el malestar ambiental con anginas a repetición, bajo el control de un pediatra muy criterioso que merecía toda la confianza de Elisa.

Las anginas de Diego eran ampulosas y estragantes: temperaturas altísimas, escalofríos, transpiración, vómitos, abatimiento, drástica pérdida de peso. Demandaban análisis y antibióticos. Pero el pediatra tranquilizaba a Elisa, negándose a considerar a Diego un chico “enfermo” solo por esas reiteradas anginas.

En aquella época, escaseaba el dinero en el hogar.

Héctor hacía todas las horas extras que podía y más también: los fines de semana, en períodos de vacaciones, por las noches.

Elisa se sentía muy sola y muy cansada. Trabajaba tanto o más que Héctor, fuera de la casa, como kinesióloga. Pero se hacía cargo –a la vez- de la atención del hijo y las tareas domésticas.

Diego había sido siempre como un pececito de alegres colores en el agua, y estructuralmente sano. Dialogaba, cantaba y reía con su madre, a la que venía escuchando hablarle y cantar desde los primeros momentos de su gestación. Y se llevaba muy bien con Héctor en todas las manifestaciones de costumbres y gustos culturalmente masculinos: el fútbol; la “lucha entre superhéroes” arriba de las alfombras, entre carcajadas y almohadones revoleados; los autitos de carrera…

Elisa y Héctor no querían separarse ni dañar a Diego. Pero cada vez reinaba entre ellos menos comunicación y más displacer.

Finalmente, un viernes en el que por excepción Héctor no haría horas extras, ella cocinó una comida especial, llevó a su hijo a la casa de la abuela y estrenó lencería. Cuando se acostaron, él se dispuso a dormir y ella, a revivir antiguas pasiones. Pero Elisa se encontró con una espalda inamovible frente a sus ojos.

Al rato, mientras él dormía y roncaba, ella se fue desvistiendo de a poquito y se quedó tendida en la oscuridad, desnuda y llorando muy suavemente, como si los que llorasen fuesen otros ojos y no los propios.

De pronto, se dio cuenta de que aunque el cansancio hubiese podido vencer al dolor, los resoplidos de su marido jamás le permitirían dormirse.

No tuvo tiempo de pensar con qué objeto partirle la cabeza, porque en ese momento sonó el teléfono: su madre le avisaba que el nene volaba de fiebre.

Otra vez anginas.

Le exigió a su marido que la llevara con el auto a buscar a Diego, pero el hombre se revolvió en la cama mascullando, y volvió a roncar. Ella resolvió toda la situación, pero regresó a su casa con su hijo y con un bruto lumbago.

Esa noche durmió junto al nene, en un sillón.

Al día siguiente, su marido partió temprano a trabajar.

El hijo seguía con fiebre muy alta. Vomitaba. Hubo que repetir los baños de inmersión y atenderlo constantemente, mientras en la zona lumbar de Elisa aumentaba el dolor punzante y las dificultades para moverse.

Entre sábado y domingo, con el padre siempre haciendo horas extras, Diego empezó a mejorar. Elisa se sitió aliviada, pero ya llegaba el lunes. Así que tomó licencia laboral por el lumbago, y entonces tuvo unos cuantos días para semidescansar y pensar en todo lo sucedido. Mientras, observaba a Diego totalmente restablecido, con esa capacidad que suelen tener los chicos de recuperar rápidamente peso, alegría, color y movimiento mientras sus padres permanecen arrasados por el susto, las corridas y el maldormir.

El día que su dolor lumbar empezó a ceder, Elisa fue a comprar unas cajas grandes. De regreso, trajo al cerrajero para que cambiara la combinación de la cerradura de la puerta de su departamento.

Esa noche, mientras Diego dormía y Héctor trabajaba en sus crónicas horas extras, fue doblando con mucha prolijidad toda la ropa y enseres de su marido en el interior de las cajas. Luego, las colocó en el palier, con un sobre cerrado a nombre de Héctor y una notita adentro que decía: “El hogar está en cuarentena. Estoy curando a Diego de sus anginas”.

Desconectó el timbre y el teléfono, tomó un baño de inmersión y se acostó a dormir. Nunca confirmó si la puerta fue efectivamente pateada o ella creyó escuchar esos sonidos entre sueños.

Por la mañana, la despertaron las manecitas de Diego sobre su cara y la vocecita con que pedía dulcemente: mami, la leche.

Después del desayuno, Elisa conectó el teléfono y aguantó a pie firme y bayoneta calada la catarata de mensajes de Héctor, sus suegros y sus padres (los de ella).

Inmediatamente, llamó a su amigo Pedro, abogado civil, lo puso al tanto, le pidió que se comunicara con Héctor y que comenzara, a partir de ese momento, a representarla ante él.

Y se sentó a explicarle a Diego lo que estaba ocurriendo.

 Exactamente una semana después, Diego tuvo otra vez anginas, tan severas y estragantes como siempre. Y Elisa se asustó. Su pediatra criterioso -ese que siempre se negara a considerar a Diego como un chico enfermo solo porque padecía de anginas-, puesto al tanto de la situación, dijo: La superación de los procesos psicosomáticos no es mecánica ni automática. Ya veremos cómo se desarrolla y se resuelve esto.

 


 

¡Veinte años! –exclamó Elisa- ¡Hacía exactamente veinte años que Diego no tenía anginas!

 Veinte años en los cuales Diego completó su escolaridad. Eligió una carrera que lo apasiona e ingresó en la Universidad, pero siempre cultivando su otra pasión: el fútbol. Tiene amigos. Trabaja en el estudio contable de un amigo de su papá. Planea irse a vivir solo cuando termine la Facultad. A su papá lo ha tratado regularmente durante todos estos años, con mucho cariño mutuo.

Héctor volvió a casarse, con la señora “Horas Extras” (o sea, el verdadero motivo de aquellas reiteradas ausencias de Héctor de su hogar).

Padre e hijo van juntos a la cancha, y Diego dispone de una habitación para quedarse a dormir en la casa paterna, pero no puede compartirla con Ana, su novia. Porque la Señora “Horas Extras” dice que no le gustan esas cosas.

Por su parte, Ana, la novia de Diego, comenta que Elisa perfila como una suegra bastante piola, porque ella sí le permite quedarse a dormir en su casa, a pesar del metejón que tiene con “el nene”.

Y se alegra de que Elisa haya vuelto a formar pareja con Juan, un tipo que también parece macanudo y que se lleva muy bien con Diego.

Según le ha contado Diego, Juan es el médico pediatra que lo atendía cuando Diego era chiquito, y parece que empezó a salir con Elisa después de que ella se separó de Héctor.

 

Marisa

 

Escenas cotidianas. Refacciones en el hogar

 

 

 

 

Escenas de todos los días, pinceladas, frescos de situaciones que ocurren, vienen y van en el placer de la convivencia hogareña y social.

 

 

  Hacía rato que el área de la cocina de nuestra casa reclamaba una actualización.

Mi marido accedió con la condición de no tener que faltar un solo día a su trabajo. Así que yo insumí tiempo de mis vacaciones laborales en esta apasionante aventura. Total… ya se sabe que, en nuestra sociedad, el trabajo femenino es menos importante que el masculino, cualquiera sea su condición y remuneración.

 Al fin, mi marido y yo decidimos no viajar de vacaciones para afrontar la obra con ese dinero, solicitar presupuestos, recomendaciones de personal idóneo y elegir materiales.

 La desmesura de los costos nos obligó a constituirnos en nuestros propios directores de obra.

 Nuestra refacción necesitaba del aporte de todos los gremios de la construcción, (léase: los muchachos) articulados y ensamblados de modo tal que la terminación del trabajo de unos coincidiera con el inicio de la actividad de los otros, según cronograma establecido por ellos mismos, y que duraría tres semanas. Mientras tanto, nosotros nos refugiamos en el living comedor.

 Cuentan las leyendas urbanas que, cuando los gremios de la construcción comienzan a trabajar en el hogar, lo primero que aprenden los dueños de casa es… que dejan de serlo.

Los relatos dicen que los muchachos no solamente manejan las llaves para ir y venir según sus necesidades, sino también el tiempo, la paciencia, el dinero y la capacidad de decisión de quienes los han contratado, sin que exista recurso, actitud ni argumento que logre impedirlo.

Los mitos refieren también que suelen tomar más de un trabajo a la vez, y por eso se atrasan en la terminación de las tareas. Que abundan, entre los muy idóneos, los chapuceros que se consideran expertos de cualquier especialidad. Y que todos, todos ellos, padecen de un recalcitrante machismo.

Lo cierto fue que los muchachos empezaron a convivir diariamente conmigo –yo los recibía, los atendía con café, gaseosas y refrigerios varios, y los despedía por las tardes- en un clima realmente amistoso y muy cordial. Ellos disimulaban amablemente la tortura que con toda seguridad representa soportar todo el santo día a un ama de casa presente en la obra, con sus caprichos y desconocimiento del oficio. Por eso, yo salía mucho de casa, y el resto del tiempo estaba recluida en el living comedor, dedicada a trabajar en mi computadora y a realizar las pocas tareas hogareñas que la situación me permitía. Nuestro vínculo, a menudo se volvía hasta intimista, porque ellos escuchaban todas mis conversaciones telefónicas. Muchas veces, opinaban sobre los temas que yo conversaba con mis amigas, y me daban consejos al respecto. Otras, me recomendaban recetas de cocina. Inclusive, me enseñaban cómo debía yo tratar y retar a los del otro gremio, cuando no cumplían con los plazos establecidos. O, también, a mi propio marido...

 Pero los muchachos empezaron a no respetar las fechas de entrega. Cada gremio se enojaba con quienes no cumplían, porque su propia actividad se atrasaba, y entonces, amenazaban con abandonar la obra para siempre. E invariablemente, los muchachos criticaban el trabajo realizado por los otros, y los responsabilizaban por las imperfecciones que solía presentar el propio trabajo.

 Todos ellos se llevaban estupendamente conmigo. Pero…

 Cuando el albañil equivocó las medidas del espacio previsto para guardar los baldes y yo se lo reclamé, este muchacho, amoladora en mano y de pésimo humor, le preguntó a mi marido por qué no me convencía de guardar(me) los baldes en otra parte.

El plomero recomendado, rompió el piso y, de paso… también los caños. Los agujereó. Pero trató enfáticamente de convencerme de que los caños estaban originalmente rotos y que era una suerte que él los hubiese descubierto a tiempo.

Entre la casa de cerramientos y el albañil se culpaban mutuamente por la ventana que hicieron. Pero ambos trataban de convencerme tenazmente de que esa ventana torcida era mucho más estética y elegante que la que les habíamos encargado. Y se quejaron ante mi marido por mi tozudez que les hacía perder su valioso tiempo. 

Obviamente, la obra se atrasó.

Entonces… la casa se llenó de refuerzos.

Imprevistamente, aparecieron decenas de muchachos desconocidos que –cual brigadas internacionales de apoyo a una causa altruista- concurrían a colaborar con el final de obra.

Yo me convertí en un molinete que emitía interminables tazas de café y vasos de refrescos, y alrededor del cual se desarrollaba una vorágine vertiginosa e incontrolable. No hacía más que encontrarme de pronto con caras nuevas que, a la vez, se asustaban de verme aparecer a mí, una desconocida más entre semejante convocatoria.

No tuve más remedio que pedirle ayuda a mi marido.

Él me recordó, muy molesto, que lo pactado era que él no tuviese que faltar a su trabajo por culpa de la obra. Y yo le comuniqué, entonces, que haría abandono del hogar para siempre.

Así fue como mi marido se quedó en casa el otro día. Y yo me atrincheré en el dormitorio, con los auriculares del aparato de música en mis oídos.

 Los muchachos se sorprendieron de encontrar a mi marido en casa y le preguntaron muy afectuosamente por mí, a la vez que le concedían el respetuoso trato de “jefe”.

Cuando el jefe vio y entendió la situación, ahí mismo decidió tomarse un día más en su trabajo.

Entonces…

Los muchachos terminaron inmediatamente la obra. Dieron las hurras. Cobraron todas las propinas que generosamente les dimos. Dejaron sus tarjetitas para que los volviésemos a llamar o recomendáramos, y me agradecieron tan especialmente las atenciones recibidas que nos besamos y despedimos como si fuéramos parientes.

 Cuando –por fin- se fueron, y empezamos a recorrer emocionados las flamantes dependencias, descubrí cables saliendo de las tomas de electricidad: al electricista le había saltado su propia térmica, y había plantado el trabajo, indignado, porque él es un ingeniero en electricidad y no un improvisado. Por ende, no podía trabajar en medio de un montón de gente que lo distraía y mareaba. Pero mi marido me aseguró que solucionaría el problema por cuenta propia, y como fuese.

 Así que la inauguración de la obra la hicimos esa noche, cenando románticamente... a la luz de velas.

 

 

 

Marisa